Querida persona,
Me gustaría hablarte sobre tiburones. Sobre tiburones y algo más. Debo confesar que nunca me parecieron animales amables. El referente que tenía era más bien oscuro: Bruce de Buscando a Nemo. El fin de semana pasado, mi hermanita escogió un documental de tiburones para pasar un pedacito de la tarde. Entonces lo entendí: no tienen que ser amables, son extraordinarios. Uno de ellos, el oceánico, cautivó mi atención. En la parte lateral de su rostro tiene cilios, un montón de vellitos que lo ayudan a escuchar la ubicación de lo que podría ser su siguiente comida. Quiero creer que una parte de lo que fui en el agua reclamó para mi vida humana cilios en los ojos, en las manos, en la nariz, en los oídos, en la lengua. Sin embargo, hay algo que me diferencia del tiburón oceánico; mis vellitos auditivos no buscan comida. Tienen hambre del poema que se ofrece humilde en cualquier cosa.
Para comprobar que el oceánico percibe la comida a través del oído, los biólogos lo atrajeron con la simulación del ruido que hace una lancha. En ese momento específico, el diálogo me atravesó: “el sonido pone en la mira las cosas a la distancia”.
Ya te hablé de tiburones, ahora quiero hablarte de los sonidos que ponen en la mira las cosas a la distancia. Cuando era pequeña, todavía veía televisión por cable. Entonces, había tardes enteras de Hannah Montana, Jóvenes Titanes, Danny Phantom, Jake Long y Las maravillosas desventuras de Flapjack. Sin embargo, también existía un canal que, sentía era algo entre mi mamá y yo: HTV. Nos arropábamos con una cobija doble faz. Por un lado, había un Piolín gigante sobre un fondo azul oscuro; por el otro, estaban Winnie Pooh, Igor, Piglet y Tigger en una escena que no recuerdo muy bien y cuyo título sería digno de cualquier pintura renacentista. Las horas de vídeos musicales no solo me enseñaron letras de Camila, Reik, Sin Bandera, Belanova y La oreja de Van Gogh. También aprendí la quietud.
Conozco, por fotografías, un escenario que también podría ser una pintura: hay temporadas en las que, las praderas del Delta del Okavango se inundan y crece espacio tanto para la vida como para el peligro. Los pantanos atestiguan, casi a diario, las persecuciones. Desde que tenía trece años, más o menos, empecé a sentirme menos humana y más impala. Empecé a sentir que algo me perseguía, no eran leones nadadores, eran las incertidumbres. Empecé a darme cuenta de que mi mundo era móvil. No se movía con gracia, no le gustaban las zapatillas de ballet. Se movía como se mueve lo que no conoce el equilibrio. Un instinto de supervivencia me reclamaba la alerta crónica, una marcha que replicara el ritmo de ese mundo. No importaba qué tanto silencio hubiera, algo siempre estaba a punto de suceder.
Todavía sufro el des-espero crónico, el estado de precipitación que exige la pradera inundada. Pese a ello, también he aprendido a llamar a la calma como se llama a los tiburones oceánicos: invoco sonidos que ponen en la mira las cosas a distancia. Entonces, si hago que suene Coleccionista de canciones, cierta tarde lejana se me presenta recordándome que hay instantes en los que no tengo que hacer nada más que escuchar. Ahí, al lado de mi mamá, debajo de una cobija, me sentía valiosa sin hacer demasiado. No había ningún león nadador, ningún movimiento impredecible al acecho. No tenía que ser amable para ser extraordinaria. Solo tenía que seguir escuchando.
Hace casi dos meses me pidieron que dibujara un árbol desde las raíces hasta los frutos. Si pudiera dibujarlo de nuevo, en lugar de raíces, dibujaría cilios, ramificaciones de hambre y asombro que me sirven de ancla. Querida persona, nunca podré saber a qué ritmos atiende tu mundo para tambalearse. Lo que sí sé es que, entre movimiento y movimiento, algún pedacito de tierra se ha de asomar para que dejes al menos una de tus tantas raíces. Entre movimiento y movimiento, algún sonido te indicará que es hora de quedarte quieta, no tienes que hacer más, solo escuchar. Entre movimiento y movimiento un reflejo cartilaginoso te recordará que, por hoy, no tienes que ser muy buena, ni muy amable. A lo mejor sigues guardando bien el secreto de tu biofluorescencia, como el tiburón globo.